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Masa crítica de imbéciles.

Leo el titular: “El Gobierno elimina los exámenes de recuperación en la ESO y se podrá pasar de curso directamente”.

Me impacta.

Entronca con la creencia que llevo alimentando durante años al comprobar los desatinos y las estupideces que Gobierno tras Gobierno —del signo que sea— se saca de la chistera a golpe de reforma de la ley educativa. Un truco de magia tramposo, malo y falto de gracia.

La ley Wert, la ley Celaá y otras tantas que se convierten en nominativas porque parecen malparidas por la mente calenturienta de un único individuo, malvado y estafador que se personifica en la figura de un ministro o de una ministra.

Estamos —y me incluyo en el plural por el simple hecho de que o con mi silencio o con mi voto o con mi falta de protesta participo en el plan— creando niños, estudiantes, futuros adultos, incapaces de gestionar una frustración, incapaces de formar su propia opinión.

Todo es tan bestialmente estúpido que solamente puede obedecer a un plan trazado, a un objetivo.

Formar una masa crítica de imbéciles.

Ese es el objetivo.

Gente que crea que decir todes te hace feminista

Que quemar un cuento de Asterix te vuelve educado.

Que quitar una calle a los Reyes Católicos te convierte en progresista.

Que meter en la cárcel a un mal cómico nos protege.

Nada de esto es cierto.



El lenguaje tiene un curso evolutivo que a lo largo de los años y el uso va enriqueciéndose, no puede imponerse un modismo, un modismo se adopta porque se convierte en cotidiano. Es la evolución natural del lenguaje.

Al igual que los cuentos, las historias que encierran los libros no nos hacen peores por leerlas. Nos hacen soñar, imaginar, inventar, sonreír, llorar, sufrir o disfrutar. Una novela bebe de su contexto histórico o de la idea que su autor, hijo de una época concreta, creó. Quemar un libro no sirve nada más que para dar la razón a los extremistas —me da igual si de izquierda o de derecha— en su idea de convertir el mundo en un lugar gris y falto de imaginación. En eso convergen los extremos: en la idea de subyugar al individuo y colorearlo de rojo o de azul para diluirlo entre la masa obediente.

No interesa el pensamiento libre, el pensamiento alimentado por las ideas de unos y de otros, el pensamiento crítico, que bebe de mil fuentes y que filtra con el tamiz de su inteligencia, confluyendo en su propia idea del mundo y de la sociedad. Hay que alimentar la imaginación y la discrepancia serena no el totalitarismo que quema un libro porque Peter Pan jugaba con los pieles rojas o porque el lobo se comía a caperucita y era salvada por el leñador.

Si permitimos que muera el criterio, la diversidad y la múltiple interpretación, conseguiremos que se acepte esa quema, que incluso se apoye en la consecución de no sé qué tipo de sociedad.

La corrección política acaba derivando en una censura peor que la que hubiera existido jamás: la autocensura.

Las redes sociales se han convertido en un batiburrillo donde se realimenta la estupidez. Una inteligencia artificial, que pretende que permanezca navegando el mayor tiempo posible para aumentar el impacto de su publicidad sobre mí, decide mostrarme las opiniones o las noticias o los comentarios afines a mí para atraparme, y eso consigue algo terrorífico: sesgar la visión que tengo de la realidad.

Sólo veo lo que confirma y alimenta mi opinión, de manera que entiendo que la realidad es eso, ese sesgo que un algoritmo cocina para mí.

Ser capaz de cribar esto, de tamizar esa cantidad de información incierta, de armarme con herramientas para crear mi propio criterio es lo que pretenden arrebatarnos con estas leyes educativas destructivas.

Destruyen la creatividad, la imaginación, la capacidad de esfuerzo, la capacidad de afrontar un fracaso.

No les suspendamos, no les regañemos, metámosles en la burbuja de estupidez que es donde más seguros estarán, ya gobernarán otros, ya decidirán otros por ellos.

En Estados Unidos el plan se lleva conformando décadas y así, ahora, hay gente que necesita leer en un microondas “no seque usted aquí a su gato, puede morir” para no meter al gato dentro. O gente que cree que beber lejía te cura de la COVID-19, o que las vacunas no nos protegen, o que hay que ir al Capitolio disfrazado de Bisonte para salvar al país.

Me aterra.

Y lucho desesperadamente por ser capaz de conseguir que mis hijos tengan sus propios valores y que fabriquen sus herramientas para discernir la verdad —o al menos ser capaces de intentar buscarla— por ellos mismos entre tanto ruido.

No sé si lo conseguiré pero me dejaré la piel en el intento.


© A.C.C.' 21


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