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Reflexiones desde la tumba

Me siento, perezosa, a observar el rayo de luz que ilumina directamente la lápida.

Bienvenido Fernández González

Un nombre vulgar, una vida vulgar.

Cuando se la arrebaté ni siquiera pestañeó. Bienvenido aceptó mi presencia y resignado me dejó hacer mi trabajo.

Es un trabajo, permítanme el chascarrillo, mortificante.


Me reiría si tuviera aire en los pulmones, pero como soy un esqueleto —eso sí, elegantemente ataviado con mi manto negro, mi capucha y mi guadaña— no puedo. Y si abro la boca para forzar la sonrisa, corro el riesgo de que se me desencaje la mandíbula.

Ya me pasó una vez. En México. En un pueblo de casas encaladas en el que todos celebran mi existencia, mi trabajo, mi esfuerzo.

No está mal que alguien me lo reconozca de vez en cuando, aunque solamente sea una vez al año.

Me molesta ese papel de malvada que me atribuyen.

Cuentos de viejas.

Si yo no existiera, si los hombres fueran inmortales, ¿cómo sería el mundo? Un lugar horrible lleno de ancianos eternos, sabios o estúpidos —la edad no da la sabiduría, solamente proporciona experiencia, pero a mi modo de ver la experiencia no es un grado, es una losa—.

Sé lo que me digo.

Yo no soy más sabia que un hombre común, solamente me aburro más —todo me aburre—, porque yo no decido quién se muere o cuándo se muere alguien, yo soy una especie de basurero de almas, que va recogiendo la porquería a medida que va cayendo del barco del devenir.

¡Ahora me he puesto en plan poetisa!

En fin, no les aburro más. Me permitiré, antes de despedirme hasta que inevitablemente enfrenten mi mirada de cuencas vacías, darles un último consejo: vivan la vida como si cada día fuera el último, porque, amigos, algún día precisamente, estarán viviendo su último día.


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