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El sapo dijo hola (día 4)

Ayer fue un día intenso. Dentro del nivel DIOS de intensidad de cada uno de estos días raros e intensos, fue un poco más intenso de lo normal, para mí. Ni siquiera me animé a escribir y eso es grave...

Tuve todo el día los nervios y la sensibilidad a flor de piel: emocionado con cualquier vecino que sale al balcón a cantar o gritar sin más, enojado con cualquier payaso que sale en la tele para echar leña al fuego… mi interior es un batiburrillo atroz de locura, amargura, incertidumbre, esperanza, miedo, fuerza, debilidad, incomprensión, solidaridad y egoísmo. Todo a la vez, como un cóctel explosivo sacudido dentro de una olla sin válvula de escape. Sé que no tengo mucho derecho a quejarme cuando hay gente muriendo, gente jugándose contagiarse de la enfermedad como los camioneros, carteros, repartidores, farmacéuticos, reponedores, cajeros, dependientes, sanitarios… gente perdiendo el trabajo, autónomos arruinándose... de manera que a medida que avanzo en esta crónica y describo mis sentimientos me siento estúpido, torpe y carente de empatía.


Lo que iba a ser un grito desolado ante la situación se convierte en un «joder, si tampoco estoy tan mal»: teletrabajando confortablemente en casa, conservando (cruzo los dedos) el trabajo y asistiendo a pequeños milagros cotidianos que me hacen feliz.

Ayer sucedió uno de esos pequeños milagros, esas cosas insignificantes que sin embargo se convierten en esas cuyo recuerdo perdura durante años, tal vez durante toda la vida. Mi hija de cinco años leyó por primera vez una frase completa, una frase que además le escribí yo: «El sapo dijo hola». Probablemente a la mayoría os parecerá una tontería —«una tontada» que dice un amigo mío castellano manchego— pero para mí fue un momento grande, enorme, brutal. Un momento que me arrasó de sonrisas y lágrimas, que me proporcionó el cálido y menudo abrazo de la personita que más quiero en el mundo. Un momento que me devolvió la felicidad en una época aciaga llena de incertidumbres y miedo al futuro.

No soy nadie para dar consejos, pero como buen español, os los doy sin que me los pidáis: conservad los pequeños momentos, acariciad los rostros, besad los labios, sonreíd, abrazad, charlad, mirad, sentid, ayudad, tened paciencia, arropad, entregaos a los que tenéis cerca y disfrutar de su —a veces irritante— presencia permanente. Cuando esto pase, el tiempo volará de nuevo, correremos hacia el final de nuestros días como si no hubiera un mañana, y en algunos casos será cierto, un día ya no habrá un mañana, será el último. No permitáis que se os escape la vida agobiados o amargados, no merece la pena.

Un abrazo.

Fuerza y valor.

¿Nos leeremos mañana?

Tal vez.

De momento, mi hija me lee: «El sapo dijo hola».

A.C.C.

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