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El viejo y el nazi - día 12

Juan era una de esas personas que cuando te cruzas te hace sonreír siempre. Siempre amable, educado, simpático, cariñoso… Le conocí en unas circunstancias particularmente complejas, en las que lo fácil —y debido a su edad lo hubiera entendido— era dejarse guiar por las habladurías y darme de lado como hizo mucha gente. Pero a Juan no le importaban los chismes, le importaban las personas, te miraba con los ojos entrecerrados por las arrugas que de tanto sonreír se habían labrado en su piel a golpe de bondad.

Juan ha muerto.

Ha perdido la batalla contra el coronavirus y ha muerto lejos de su mujer, en una UCI, rodeado de héroes que no han podido salvarle.

Ayer recibí la impactante noticia, no por improbable, si no por inesperada, y hoy aún estoy en shock.

A estas alturas de la pandemia, parece claro que todos vamos a recibir noticias similares en estas próximas semanas.

La muerte forma parte de la vida, morimos desde que nacemos cuando las células empiezan a deteriorarse y todos tenemos fecha de caducidad. Esa inevitable certeza es como una espada de Damocles que cuelga sobre nuestras cabezas, pero la sociedad, la occidental sobre todo, se empeña en mirar hacia otro lado ignorando la realidad.

Hace tiempo vi con mi hija la película Coco, y me pareció una obra maestra, una manera preciosa y bonita de acercar la realidad de la muerte a los niños. Mi hija tiene cinco años, dice que no quiere crecer porque no quiere que «me haga viejito» y me muera. Yo le he dicho que no voy a morir nunca, pero me parece que no me cree. Hago lo que puedo.

La muerte es jodida, es dolorosa, es una puta mierda, y saber que es inevitable no nos hace aceptarla mejor… y por eso cuando sucede te hace pedazos.

Estos días extraños, se dice mucho, se repite hasta el hartazgo, que esta crisis global va a sacar lo mejor de nosotros. Estoy parcialmente de acuerdo. Va a sacar lo mejor, sí, pero también lo peor.

He leído a un nazi —no tiene otro nombre— decir que los «viejos» se queden en sus casa, que se les aplique un arresto domiciliario para que no salgan, que se mueran en casa, que no saturen las UCIS, «viejos que no aportan nada», para que no impidan que los jóvenes se curen —del coronavirus o de cualquier circunstancia como un accidente de tráfico—. Este lumbrera del exterminio calculado no recordará cuando en la crisis de 2008 esos «viejos inútiles» ofrecieron sus casas para que sus hijos en paro y sus familias vivieran con ellos, de su pensión. Esos mismos ancianos fueron los que lucharon por levantar el país, lucharon por la democracia —cuentos de viejo, me dirán—.

Da igual lo que diga ese nazi imbécil y descerebrado. Algún día será viejo, acumulará achaques, arrugas y dolores, además de experiencia —por muy imbécil y nazi que sea— y entonces quiero pensar, quiero creer con mi ingenuidad, que comprenderá que lo que dijo era una salvajada estúpida y sin sentido.

Porque si no rectifica, si sigue siendo un anormal el resto de su —espero— larga y próspera vida, cuando fallezca no dejará ese poso de nostalgia, esa sonrisa triste y de medio lado que la desaparición de Juan ha provocado en mí.

Descansa en paz, amigo.

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