Oro más negro
Eduardo se despide de Adriana con una sonrisa tibia y un leve movimiento de la mano. La pequeña emite una suave carcajada que se transforma en vaho blanco y se pierde entre los otros niños rumbo a su clase.
El padre se queda durante unos segundos mirando el hueco vacío que ha dejado la sonrisa de su hija y da media vuelta.
Encoje los hombros tratando de combatir el frío que se cuela despiadadamente por los remiendos del abrigo raído y se ajusta la vieja bufanda gris.
Camina despacio, arrastrando los pies, al igual que arrastra una pena honda que tiene enquistada en lo más profundo de su alma. Mira, sin ver, a los operarios que perezosamente descuelgan los adornos de la Navidad pasada que ya se ha convertido en un recuerdo. El sonido amortiguado del tráfico lejano se mezcla con el CLONC CLONC CLONC metálico de los martillazos. El repiqueteo cacofónico se convierte en melodía en su imaginación y rememora la Nochevieja cuando el abuelo cogió la pandereta, la sonrisa tímida se ensancha y se convierte casi en una carcajada.
Si su estado de ánimo estuviera formado por colores estaría pasando del oro brillante al negro en una secuencia casi enfermiza, como en una montaña rusa de sensaciones.
«Oro más negro igual a gris».
Patea indolente una lata arrugada de refresco y la observa alejarse.
Pasa junto a la puerta cerrada de una discoteca y observa distraído los restos de confetis, espumillones y cristales que aún nadie se ha molestado en recoger, se le antojan pedazos congelados de alegrías viejas que nunca volverán.
Se detiene frente a la entrada de un supermercado y rebusca en su cartera. Encuentra un solitario y arrugado billete de cinco euros y mentalmente hace una pequeña lista de la compra para apañar la comida de hoy: «Una barra de pan, arroz, tomate frito y un paquete de salchichas». Camina hacia el umbral de colores azules y amarillos con la desolación pintada en la cara. Un sonriente hombre de piel negra al que conoce de verlo allí plantado, día tras día, desde hace años, le saluda. Eduardo se pregunta avergonzado de dónde sacará las fuerzas para sonreír, parece una sonrisa sincera acompañado siempre de un «hola» afable. Solamente sabe que se llama algo que suena parecido a Kisli, pero no sabe ni su edad, ni su nacionalidad, ni nada de su vida —tampoco se ha esforzado en saberlo—. Solo sabe que está allí, siempre, sonriente, con un gorro de Papá Noel en Navidad y un sombrero de paja en Verano.
Eduardo mira el billete arrugado que lleva apretado en la mano y se lo entrega al joven, que lo recibe con una sonrisa aún más amplia y un «gracias» de voz profunda.
Unos minutos después, sin más botín que sus bolsillos vacíos, entra en su casa, que le recibe en silencio.
Cuelga el abrigo en la percha de la entrada y avanza por el minúsculo pasillo hacia el salón.
Aparta el pijama de su mujer y se sienta en el sofá suspirando. Pasea la mirada por el salón; es una habitación amplia, luminosa y desordenada. Por la ventana alcanza a ver la torre de comunicaciones que se erige como símbolo de la capital. A pesar de estar en una ciudad bulliciosa, su casa es tranquila y el sonido del tráfico no se escucha, tan sólo alguna sirena solitaria que aúlla con urgencia en mitad de la noche.
Su mirada cansada tropieza con la carta a los Reyes Magos que escribieron entre su mujer y su hija. La letra redonda y bonita de Sofía le provoca ganas de llorar. Los garabatos de Adriana salpican la carta y la convierten en un batiburrillo adorable.
Eduardo se frota los ojos conteniendo el llanto.
Hace siglos que no cree en los Reyes Magos ni en los milagros. Las únicas cartas que escribe son las de presentación para las empresas en las que solicita un empleo que hace años que no llega.
Su propio estado de ánimo le hace sentirse culpable por no ser capaz de sobreponerse a la pena, por ser tan egoísta, por pensar solo en sí mismo, en su mala suerte, por no tratar de mirar a los ojos de su mujer y aferrarse a aquella esperanza que brilla en ellos.
Su mujer y su hija, su familia, la luz que guía cada uno de sus pasos, la razón por la que la Navidad es una fiesta y no un velatorio.
Clava los ojos en la fotografía en blanco y negro donde él y Sofía besan a una Adriana recién nacida.
Aprieta los dientes y un eléctrico sentimiento de resolución recorre su cuerpo, como si fuera un adorno de Navidad que coge polvo durante todo un año y acabara de enchufarse para envolver al árbol con su luz.
Se pone en pie y emulando a James Stewart en la última escena de Qué bello es vivir se aferra con fiereza al amor de su familia para sobreponerse.
Nunca es tarde para salir adelante.
Y él, como Stewart, tiene una gran y maravillosa ventaja, en su vida, con su familia, con el Amor que le regalan incondicionalmente, es Navidad todos los días.
(c) A. C. Caballero