La sensación
Alex caminaba presuroso con las manos en los bolsillos, el cada vez más corto día otoñal comenzaba a declinar, cediendo el turno a la noche emergente. El viento frío removía los montones de hojas secas que inundaban las aceras, dotándolas de una efímera y caótica vida, zarandeándolas aleatoriamente.
Alex miraba las puntas de sus zapatillas gastadas con la cabeza gacha, ignorando las ramas de los árboles que se inclinaban a su paso como si le rindieran pleitesía. Vista desde lejos, su figura grisácea y encogida parecía un elemento más de la ventosa tarde.
La calle estaba casi desierta y eran pocos los peatones que se exponían a las inclemencias del tiempo, como reforzando esta idea, comenzó a llover.
Las gotas empezaron siendo pequeñas manchas oscuras en los huecos grises de acera que las hojas dejaban entrever y acabaron convirtiéndose en gruesos goterones que azotaban el rostro de Alex, empujados por el viento.
La figura se encogió un poco más y apretó el paso, ya de por sí vivo.
El pelo negro y largo del muchacho empezó a pegarse, húmedo, en la frente, la cara y el cuello, dándole un aspecto aún más descuidado. Alex guiñaba los ojos tratando de evitar el agua que ya era un torrente.
Comenzó a correr y entonces volvió a tener aquella sensación.
La sensación.
Su corazón apretó el paso, igual que sus pies, y en tonó una desacompasada algarabía.
Bumbumbumbumbum.
La lluvia golpeaba con furia las hojas, sacudiéndolas como si quisiera partirlas.
Alex comenzó a correr sin atreverse a mirar atrás.
El miedo le hizo abrir la boca y aspirar con fuerza el aire helado.
Estuvo a punto de emitir un alarido pero se contuvo, porque la sensación formaba parte de un complot más grande, más elaborado, de manera que los pocos caminantes que corrían a refugiarse de la tormenta actuarían como se esperaba que actuaran.
Como si fuesen normales.
Alex corría sin control ni destino sabiendo que nada era normal, que hacía tiempo que había descubierto la verdad, la dura y cruda verdad, y nadie le creería.
Nadie le confesaría que tenía razón porque todos formaban parte del complot.
Se detuvo en seco y se volvió.
La calle seguía desierta y los árboles se inclinaban como si soportaran un peso invisible que amenazara con partirles las ramas.
Todo parecía ser normal.
Pero nada lo era.
Solamente una vez, hacía ya tres meses, había sido capaz de sorprender a la falsa realidad, atisbando a través del reflejo de un espejo vio como la nada recomponía el falso mundo que le rodeaba. Se había sentido triunfal y a la vez aterrado, sabiendo que saberlo no le ayudaba en nada, más bien le convertía en un enemigo.
Porque todo era mentira.
Alex estuvo tentado de confesarlo todo, mientras escuchaba la música suave y observaba las volutas de humo azul mezclarse entre sí, a su único y mejor amigo Robert. Pero algo, en la mirada perdida y brillante de su amigo, le hizo pensárselo mejor y cerró el pico. Se limitó a tomar el porro de entre los dedos de su amigo y darle otra profunda calada.
En esto estaba absolutamente solo.
¿Cómo demonios iba a enfrentarse a algo así? pensó mientras entraba en una librería cuya puerta abrió, provocando que sonara una campanilla.
Sus preocupaciones y el mundo exterior desaparecieron cuando cerró la puerta tras de sí y el olor a libro viejo le hizo sonreír. Miró alrededor y recorrió la familiar estancia en la que prácticamente se había criado. Hasta donde abarcaba la vista había libros y más libros de lomos gastados y cargados de historia. En un extremo de la librería había un pequeño mostrador de madera oscura, tras el cual se parapetaba un anciano de rostro afable con el rostro surcado por arrugas.
Alex sonrió y sacudió el pelo mojado.
—¡Vaya! —dijo el anciano acariciando sus gafas de pasta oscura devolviéndole la sonrisa—. Parece que está lloviendo.
—Está arreciando. —Dijo Alex, que se despojó de la sudadera empapada, la colocó en el respaldo de una silla y se acercó al mostrador—. ¿Cómo estás abuelo? ¿Has recibido algo nuevo?
El anciano amplió su sonrisa, se quitó las gafas y las apoyó en el mostrador, junto a un libro tan grande que ocupaba casi todo el ancho, estaba abierto y en sus hojas de papel grueso y pálido Alex distinguió signos plasmados con tinta roja, pertenecientes a un alfabeto extraño que no identificó de un primer vistazo. Junto a los signos había algunas ilustraciones de corte marcadamente medieval que mostraban escenas que supuso serían de la biblia. La religión nunca fue su fuerte.
—Aquí todo lo que llega es viejo, Alex —respondió el anciano, saliendo del mostrador y estampando un sonoro beso en la mejilla de su nieto.
—Has vuelto a fumar. —Dijo el joven con tono acusador.
—Sólo un pitillo, además es tabaco de liar, no es malo.
—Fumar siempre es malo, abuelo.
—¿Qué te sucede? —El anciano le miró con ojos de expresión inescrutable.
—¿Por qué lo preguntas? —El joven esquivó la mirada de su abuelo.
—Hace tiempo que noto que algo te preocupa, hijo.
—No es nada.
—¿Alguna chica?
—No. —El joven no pudo evitar esbozar una sonrisa, aunque se le congeló cuando volvió a mirar los ojos grises de su abuelo. Un fulgor desconocido los hacía brillar de manera extraña.
«Te lo estás imaginando», se dijo.
—¿Entonces qué te pasa?
—Nada. —Contestó sin atreverse a enfrentarse a los ojos ardientes. Pasó las yemas de los dedos por las páginas abiertas del libro y comprobó con sorpresa que estaban frías. —¿De qué trata este libro?
—De todo. —Contestó enigmáticamente el anciano.
—¿Cómo que de todo? —El joven no pudo evitar volver a mirarle a los ojos.
El fulgor había desaparecido.
Sacudió la cabeza y bajó la vista de nuevo hacia las páginas de tinta roja. Como su abuelo no le contestaba, volvió a preguntar. —¿Qué quiere decir que el libro trata de todo?
—Te pondré un ejemplo. Háblame de algo que sucediera ayer.
—Hmmm.... No sé. Bueno ayer volcó un camión en la autopista...
—Me refiero a algo más concreto.
—Define concreto, abuelo.
—Algo que te sucediera a ti.
Un escalofrío recorrió la espalda de Alex que tuvo que aferrarse a los bordes de la madera gastada del mostrador para anclarse y no echar a correr.
—¿A mí? —El joven había palidecido. —¿A qué te refieres?
El fulgor había vuelto.
—Sabes perfectamente de lo que hablo, Alex. Hablo de la sensación.
Alex sintió que le costaba trabajo respirar y comenzó a sudar.
El anciano sonrió y comenzó a pasar las páginas del libro, se humedecía los dedos, acariciaba el papel y pasaba las hojas que crujían.
Bumbumbumbumbum.
Alex estaba convencido de que su abuelo era capaz de oír los latidos de su corazón.
—Aquí está. —Dijo el anciano con una sonrisa triunfal.
El joven se acarició el pelo y siguió la mirada arrugada hasta el libro.
No es posible.
Junto a los caracteres y los símbolos había una ilustración en la que un chico embutido en una sudadera gris corría bajo la lluvia hacia una librería.
—¿Quién eres? —Preguntó Alex aterrado, mirando a su abuelo.
—Creo que lo sabes bien. —El rostro del anciano pareció perder algunas de las arrugas a medida que hablaba—. Soy uno de ellos. Uno de los que saben la verdad. La verdad que has descubierto y que no puede lanzarse a los cuatro vientos. Aún no. Porque no todos son como yo. Hay muchos que son como tú eras antes. Personas que viven sus vidas ignorantes y felices. Aún no están preparados. —El anciano suspiró como si estuviera obligado a decir todo aquello, sin remedio.
—¿Qué me va a pasar?
Por toda respuesta el anciano miró por encima del hombro de Alex y éste se volvió despacio.
En el centro de la tienda, en el suelo —o en lo que antes era el suelo— se había abierto un enorme agujero, un pozo oscuro de paredes húmedas y supurantes cuyo fondo no era distinguible. Un hedor insoportable que emanaba del pozo hizo que Alex tuviera que hacer acopio de su control para no vomitar.
—Lo siento. —Dijo el anciano y le empujó.
Mientras caía gritando y agitándose, Alex tuvo un último pensamiento descorazonador cuando comprendió que aquello no era el fin.
Era sólo el principio.
(c) A. C. Caballero