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Fundido en negro

 

Saber que vas a morir pronto tiene cosas buenas y malas.

Las malas son evidentes y cuando cada mañana me miro al espejo y encuentro una mirada  aparentemente normal, no sé si reír o llorar. Cuando me lavo la cara pienso «puede que esta sea la última vez que sienta el agua contra mi rostro» e inevitablemente me recreo un poco más y dejo que el frío sobre la  piel me haga sentir que sigo vivo.

Por ahora.

Lo más difícil es cuando suena el despertador, porque tengo la tentación de apagarlo y seguir durmiendo, rendirme, dejar que el miedo me agarre las tripas y hacerme un ovillo en la cama. Pero entonces pienso que a lo mejor si me vuelvo a dormir, nunca más despertaré y me esfuerzo en abrir los ojos.

Suele suceder algo curioso: justo cuando los abro, ella comienza a moverse. Tengo la sospecha de que me vigila mientras duermo, la imagino con un espejito, acercándolo con la mano temblorosa a mis labios para comprobar que se humedece con mi aliento.

Para comprobar que sigo vivo.

Si no fuese por ella, hace tiempo que me habría perdido en la locura, o que habría hecho una tontería, no sé, subir a la azotea, saltar y acabar con todo, antes de que la enfermedad me devore.

Tengo miedo.

Miedo a todo: al dolor, a perder a mi familia, a no contemplar nunca más el sol, a no poder charlar con mis amigos tomando una cerveza y unas tapas...

Pero cuando me giro y observo cómo la luz del amanecer se refleja en sus rizos pelirrojos, todo el miedo desaparece y sólo tengo una obsesión: hacerla feliz.

No puedo imaginar el esfuerzo que estará haciendo para sobrellevarlo aparentemente bien.

No sabe que la escucho cuando llora en el baño, que me hago el dormido.

A lo mejor ella también disimula, y en realidad sabe que la oigo.

Es maravillosa.

Morir es una putada, pero moriré sabiendo que la he amado con toda lo fuerza que he podido y que ella me ha correspondido.

Tengo que levantarme antes de que piense que me pasa algo. No quiero asustarla.

Hace un momento pensaba en las cosas buenas que tiene morirse, aunque en realidad no hay ninguna, a pesar de que desde siempre trato de buscar el lado positivo a todo, incluso a esto.

Esta jodida sensación de brevedad ante lo inminente, me obliga a forzar el termostato de la felicidad, es decir, que trato de ser feliz con cada pequeño regalo que la vida —esa misma que se me escapa, la muy cabrona— me ofrece cada día. Por ejemplo, cuando huelo el café recién hecho que me ha preparado en la cocina. Es maravilloso y casi se me caen dos lagrimones cuando bajo las escaleras y la veo tan sonriente, tan espléndida, como una diosa en su apogeo. Hay veces que casi creo soñar cuando me topo con esa mirada cómplice. La verdad es que han sido muchos años juntos —aunque han pasado demasiado rápido— pero aún no me acostumbro del todo a que una mujer como ella me quiera.

Bueno, ahora no puedo abrocharme la corbata, joder, esto no, por favor, ¿no habíamos quedado en que esto NO?

Es una idiotez pero he hecho un pacto con Dios.

Yo trato de ser encantador, no quejarme, ayudar a los demás, tener una actitud positiva y no hundirme miserablemente, y a cambio Él no me jode mucho. Todo tiene que ser muy rápido. ZAS y al hoyo. Sin dolor. Sin enterarme. Un día, simplemente, ella no verá vaho en el espejito y se acabó.

Es irónico que yo, que nunca he creído en el más allá —bastante tengo con el más acá— vaya ahora de trascendente, imagino que es el miedo a la muerte.

En fin.

Hoy tengo clase.

Me encanta ir a clase.

La vida se puso cuesta arriba hace unos años, nada nuevo en este país: despido masivo y todos a la puta calle, con cincuenta años, joder, eso no debería pasarle a nadie. Pues nada, en vez de asustarme —tiene gracia pensar que aún ignoraba que me moría— decidí liarme la manta a la cabeza y matricularme en la Universidad para estudiar mi verdadera pasión: el cine.

Toma ya.

En paro, con cincuenta años, que pesan como un saco de piedras a la espalda, y yo voy y me pongo a estudiar.

Menos mal que en casa todos me apoyaron.

Mi hija, al principio, cuando se cruzaba conmigo en el Campus, desviaba la mirada. Yo procuraba hacerme el sueco, para que pensara que no la había visto. Ahora, incluso me presenta a sus amigos. Creo que soy una especie de «papá guay» y me exhibe como una rareza. 

Mientras termino de anudar la corbata —por fin— sonrío. Con más de cincuenta tacos —parece mentira— y estudiando con chavales. La verdad, son buena gente los chicos. Al principio me miraban como un bicho raro, pero luego fueron olvidándose de mi edad y sólo había otro apasionado del celuloide, como ellos.

Ahora sé que nunca podré rodar mi primera película, pero no me importa, voy a obtener el título y sonreiré como el que más, cuando escuchemos al decano. Obviamente, los chicos no saben nada de mi enfermedad, no es justo amargarles con mis problemas. Ya tendrán tiempo de que la vida les zarandee, por ahora, nos reímos mucho en las cervezas de los Viernes y tal vez un día  —tendré que darme prisa— les invite un Domingo a una barbacoa de las mías.

Han pasado varias semanas y parece que al final parece que Dios ha cumplido su parte.

Esta mañana el médico me ha dicho que es cuestión de días. El pobre me ha dado un poco de pena, tan joven, tan serio, tan profesional, pero sus ojos desmentían esa actitud.

Al oír sus palabras he sonreído y he apretado la mano de mi mujer, sin mirarla. Me daba miedo ver la pena reflejada en su mirada limpia. El médico insistía en que lo mejor era quedarme ingresado, pero me he negado en rotundo, los calmantes son suficientes para contrarrestar algo el dolor y además, así me garantizo estar consciente, no querría perderme mis últimas horas en el mundo medio drogado, rodeado de desconocidos, atado a mil tubos y sin enterarme de nada.

Después de la consulta, al llegar a casa, curiosamente, el sentimiento de pena era menos intenso que en el hospital. He pensado que veamos una película, un clásico, Casablanca, por ejemplo. Es difícil que una buena peli te estropee el final de una vida. Supongo que mi mujer me dejará atiborrarme de palomitas.

Joder, estos últimos días han pasado volando, como decía un amigo, cuyo nombre no recuerdo, «el tiempo es una magnitud que se las pela».

Ahora sí que parece que es el fin.

Estoy en la cama, todos me miran, serios. Trato de consolarles, pero parece que eso les pone todavía más tristes. Mi hija no para de llorar y extrañamente, eso me reconforta, es como si sus lágrimas me limpiaran por dentro, arrastraran este dolor, que me invade sordamente, aunque incasable.

Los compañeros y los profesores han llamado esta mañana. No he sido capaz de ponerme al teléfono y ahora me siento un poco culpable. 

Lástima esa película pendiente que no acabaré jamás.

La vida es así: la mía se apaga, pero ellos, mis chicos del cine, tienen todo el futuro en sus manos, harán grandes películas y contaran buenas historias.

Aunque yo ya no estaré para verlas.

Es importante que ahora sea capaz de hablar, muy importante.

Miro a mi mujer y le hago una seña. Se acerca y se agacha hasta poner su oreja muy cerca de mi boca. Las palabras salen despacio, una a una, poco a poco, y sé que son las últimas.

—No tengo miedo. —Le digo sonriendo— Ya sé lo que viene ahora. —Ella no se aparta, ni pregunta, sigue inmóvil, escuchando—. Ahora toca fundido en negro.

​

(c) A. C. Caballero

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