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El contrato

 

Mientras pulso el teclado manchado del polvo que cae del techo descascarillado, siento su mirada taladrándome la nuca. No necesito volverme para saber que si lo hago me encontraré con sus ojos azules y fríos clavados en mí, percibo su intensidad casi físicamente. Tal vez debería enfrentarme a esa mirada cargada de desprecio apelando a mi sentido de la dignidad pero, para que engañarme, hace mucho tiempo que la perdí.

Quizá fue en el momento en el que firmé con sangre aquel contrato, cuando con una sonrisa estúpida en los labios apreté la carne perforada de mi pulgar contra el papel grueso y amarillento, escrito en un lenguaje desconocido para mí.

Ahora estoy seguro.

Está esperando a que muera para llevarse lo que le entregué con aquella firma.

No se lo voy a poner tan fácil, va a tener que esperar un poco a que, al menos, consuma parte de ese tiempo perfecto que le compré.

Tiempo perfecto.

Momentos de euforia y felicidad que se sucederían a partir de la firma.

Eso al menos me aseguró ella mientras observaba como mi sangre empapaba la línea de puntos. No obstante, sigo esperando ese suceso que demuestre que decía la verdad, que cambie mi suerte y la moneda caiga a mis pies.

«¿Por qué tuve que venderle mi alma?»

Sinceramente, aunque ahora sé que era una absoluta estupidez, porque creía que la estafada era ella, no yo, en mi ingenuidad pensé que si le vendía algo que nunca he creído poseer no haría más que asegurar un negocio fácil.

Me engañé doblemente, una vez por pensar que se dejaría engañar, la otra por decirme a mí mismo que no creo en la existencia del alma.

Demasiado tarde.

Ahora es dueña de mis sueños… la percibo cada noche, cuando cierro los ojos, noto como me observa en silencio, a los pies de la cama apoyada en su cayado retorcido, esperando, anhelando, jadeando impaciente.

Cuando abro los ojos ya ha desaparecido.

«Voy a darme la vuelta ahora, sí, voy a hacerlo».

Me giro con brusquedad de tal manera que oigo crujir levemente las vértebras de mi cuello pero no he sido lo suficientemente rápido. Ya no está.

«¿Dónde te escondes maldita?»

Vuelvo a mi teclado y sigo arrancando con inusual ferocidad las palabras que se adhieren a mi cerebro y pugnan por salir… las capturo dolorosamente, las despego con dificultad de los pliegues de mi mente y las plasmo en la pantalla parpadeante.

Escribo compulsivamente y el sonido del repiqueteo monótono de las teclas me reconforta.

El sudor perla mi frente y una gota pende de la punta de mi nariz, una eternidad después. observo como cae estrepitosamente sobre el teclado.

¿Ya he dicho que está sucio?

El techo se cae a pedazos y no consigo evitar que el polvillo se extienda.

Mis dedos siguen bailando sobre las teclas al ritmo de la narración, hoy estoy inspirado.

«Ha vuelto. Sigue mirándome. ¡Maldita sea! Así no puedo concentrarme».

Miro hacia la ventana por encima de la pantalla y compruebo con sorpresa que está abierta y ya ha anochecido, instintivamente bajo la vista hacia las teclas y apenas puedo distinguirlas.

Tal vez sea hora de cerrar los ojos y dormir.

No, imposible, he de seguir escribiendo, he de contarlo todo antes de que se me lleve.

 

«El día que vendí mi alma era soleado pero no hacía calor, las calles parecían recién dibujadas y la mañana radiante acariciaba con suavidad la silueta de los edificios de cartón piedra, sin duda era un anticipo de la primavera que aún estaba por llegar. A pesar de que aquel tiempo invitaba a salir, yo no me levanté hasta medio día con un odioso amargor en la boca, me rasqué la barba mal afeitada y maldije mi suerte cuando tratando de coger el paquete de tabaco, derribé la foto de la mesita y cayó al suelo rompiéndose el cristal. Me levanté de la cama resoplando y con cuidado de sortear el estropicio para no cortarme, fui al baño, abrí el grifo, me lavé la cara y me miré en el espejo.

»Allí estaba ella.

»Detrás de mí, silenciosa, inmóvil como una estatua grotesca y arrugada.

»Todavía estaba tan borracho que ni siquiera me sobresalté.

»—¿Qué miras? —pregunté estúpidamente.

»—A ti.

»—¿Y qué ves?

»—Veo la nada tan cercana que das ganas de gritar.

»—¿Qué narices significa eso?

»—Nada. —Sonrió.

»—¿Estoy delirando?

»—¿Tú qué crees?»

​

Noto el pinchazo en el pecho y alzo las manos como si estuvieran apuntándome con una pistola.

Ya está aquí. Viene a por mi alma.

Respiro con dificultad y cada bocanada de aire es un lacerante pulso contra el dolor.

Tranquilo.

Presiono dos dedos contra mi cuello y noto el desacompasado latido de mi corazón enfermo.

¡Qué poco me queda!

Pero esa zorra no se llevará mi alma.

Me levanto tambaleándome y me acerco al alfeizar de la ventana, el viento nocturno aúlla sin descanso en el exterior mezclándose con las sirenas de las ambulancias y el tráfico. Me apoyo en la superficie fría y me asomo a la ciudad salpicada de colores mal combinados por un artista demente. No hay nada bello en esta visión urbana, sucia y ruidosa.

De nuevo el dolor en el brazo.

Aferro mi muñeca izquierda con la mano derecha y aspiro con dificultad el olor del aire contaminado.

Todavía no.

Es extraño. La ventana ahora está cerrada pero no recuerdo haberlo hecho. Estoy de pie frente al cristal que refleja mi imagen. La luz de la habitación es ahora cegadora y blanca como la nieve. Me vuelvo y mi mesa y mi ordenador han desaparecido, en su lugar una cama sin sábanas, donde yace un grueso colchón con manchas de orín y algo oscuro que parece sangre.

La luz me ciega.

Me tapo los ojos con la mano y busco a tientas algo para protegerlos, al fin encuentro una toalla fina que reposa sobre una silla de plástico y la coloco como una venda sobre mi cabeza, hasta la altura de la nariz.

Trato de llegar hasta la cama y tropiezo con una de las patas, provocando que grite por el dolor.

No puedo pensar con claridad.

«¿Dónde estoy?»

Me tumbo despacio, boca arriba, con la toalla sobre mi rostro, notando como el colchón se hunde y los muelles crujen bajo mi peso, apoyo la mano sobre mi pecho y compruebo aliviado que el corazón ha vuelto a normalizarse.

Pum, pum, pum.

«Piensa, piensa… recuerda. ¿Dónde estás?»

Manos frías y fuertes me sujetan, me giran sobre la cama y me lavan con esponjas que rascan mi piel sin contemplaciones, la sensación de fragilidad y dependencia es tan brutal que me siento como una marioneta en manos de un titiritero.

Eso sí lo recuerdo.

No sé qué ha sucedido, ni dónde estoy, pero poco a poco algo indefinible surge de las profundidades de mi entendimiento y llego a un convencimiento tan intenso de su realidad, que al comprenderlo no puedo evitar reír como un niño, sin control, con carcajadas tan fuertes que mi cuerpo se convulsiona y las lágrimas inundan mis ojos apretados contra la toalla.

Sólo importa una cosa.

Aquí estoy seguro, no puede poseerme, ni observarme, ni esperar junto a los pies de la cama para cumplir con la cláusula última que arrebatará mi alma.

Al fin estoy a salvo.

 

—¿De qué se trata esta vez? —Pregunta el médico mientras se acerca dando grandes zancadas que hacen que su bata blanca ondee como una capa.

—¿Ha vuelto a autolesionarse?

—No… doctor. Pero está especialmente agitado esta tarde. Compruébelo usted mismo. —El enfermero se aparta dejando espacio para que el hombre de la bata blanca se acerque al ventanuco de cristal de seguridad de la puerta blindada.

—Está tumbado, en la cama, tapado con una toalla y riendo a mandíbula batiente. —Susurra el doctor sin apartar la mirada.

—¿Qué hacemos?

—Déjelo, parece feliz. —Y el médico aprieta los labios como si envidiara al hombre tras el cristal.

​

(c) A. C. Caballero

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