El adiós
Laura posa su distraída mirada sobre los coches que pasan veloces bajo el balcón. El sofocante calor ha recalentado tanto el asfalto, que incluso cuando el sol ya se ha puesto, el aire puede percibirse como si un fuelle gigantesco reavivara las brasas humeantes de un horno.
Tiene la frente perlada en sudor y está arrodillada en el pequeño balcón ocupándose de las macetas y mirando al tráfico que ya empieza a diluirse a esas horas de la tarde. Pedro se retrasa. Probablemente una reunión de última hora le ha impedido salir. Laura sonríe y piensa que su marido es demasiado responsable, se deja arrastrar fácilmente hacia los problemas que normalmente genera otro compañero. Pero disfruta enormemente resolviéndolos. Le encanta poner a prueba su mente analítica y calculadora, prever los contratiempos, anticiparse, diseñar un plan de choque, llevarlo a cabo y solucionar el embrollo.
Ella desearía disfrutar más de su compañía, pero no puede quejarse, su marido es un hombre atento que la quiere con locura. En estos cinco años que llevan casados ha sido enormemente feliz.
Se pasa la mano llena de tierra por la gran barriga y resopla. Este calor parece que no se va a ir nunca.
De repente escucha el sonido del timbre. Se incorpora con dificultad, suelta las tijeras de podar, se sacude las manos, las apoya en las caderas, estira la espalda y entra en la casa.
El salón es muy acogedor, de estilo rústico, con muebles de madera clara, algunos cuadros coloristas y pocos adornos. Un par de cómodos sofás tapizados de color teja y sillas de madera con la tapicería de color melocotón. Una televisión, un equipo de música, un par de mesas, una pequeña y otra grande, completan la estancia pintada de blanco.
Laura se dirige al recibidor y abre la puerta.
Es Pedro.
Está pálido y bañado en sudor. Sonríe mostrando esa sonrisa de medio lado que a ella tanto le gusta.
—Vaya. No te he visto entrar en el portal. ¿Y tus llaves?
—No… no las tengo. —Pedro balbucea apenas. Es como si cada palabra le fuese arrancada del pecho dolorosamente.
—¿Qué te pasa cariño? —Laura se inquieta un poco y acerca sus labios a los de su marido. Están fríos. Se aparta para dejarlo pasar.
Pedro camina con paso algo vacilante y entra en la casa. Se vuelve, le sonríe de nuevo y le dice: —He tenido un mal día.
Camina hacia el centro del salón y mira a su alrededor cómo si buscara algo, desorientado.
Ella le mira con preocupación, pero calla observándolo.
Él parece encontrar lo que buscaba, se dirige al mueble y coge una foto. Laura y Pedro abrazados, sonrientes entre palmeras.
—El viaje a Egipto. ¿Lo pasamos bien verdad? —Levanta la mirada hacia ella. Está llena de amargura. Sigue sonriendo, pero el dolor es visible en sus ojos. De repente comienza a llorar.
—¿Qué sucede amor mío? ¿Qué ha pasado? —Laura se acerca y le coge la mano. La aprieta en ese gesto tan suyo, tan tierno, tan de Laura. Le mira sin comprender.
—No es nada, cariño. No es nada. —Pedro retoma el control de sí mismo, deja de llorar y suspira audiblemente—. No es nada. Sólo… pensaba, en lo felices que fuimos.
—¿Y ahora no lo somos? Ahora todo va maravillosamente. —Ella le sonríe cálidamente y mira su vientre inflado. Suavemente lleva la mano de Pedro hacia su barriga.
Una patada.
Esta niña va a ser toda una deportista.
Él la mira, pero no es capaz de fijar la mirada. Esquiva sus ojos.
—Tienes que prometerme una cosa, Laura.
Ella tensa un poco su sonrisa incapaz de articular palabra. Una enorme sensación de vértigo le atenaza el pecho. Algo ha pasado. Algo ha pasado.
—Tienes que prometerme que vas a ser feliz, tan feliz como hasta ahora, vas a vivir cada minuto con la intensidad que acostumbras. Vas a despertar cada día y vas a celebrar que estás llena de vida y de amor.
—Voy a despertar cada día contigo, mi amor.
—Sí… conmigo. Para siempre. Ya lo sé. —De nuevo aquella sonrisa de tristeza infinita.
—¿Qué te pasa, Pedro? Me estás asustando.
—Prométemelo.
—Pero…
—Por favor.
—Te lo prometo.
Pedro relaja los hombros que mantenía encogidos. Parece muy aliviado. Mira hacia la calle. Inspira profundamente. Vuelve a acariciar el vientre de Laura.
—Nuestra Sofía será una persona maravillosa, porque tiene una madre maravillosa. Ojalá tenga tus ojos y tu sonrisa, vida mía. Ojalá sea capaz de entender el amor que le entregamos.
—Tú te encargarás de enseñarle a valorarlo.
—Claro.
Pedro se vuelve y se mira en el espejo. Un hombre joven. Treinta y tantos. Estatura mediana. Algo de sobrepeso. Pelo oscuro y revuelto. Cara ovalada. Nariz chata. Ojos marrones. Extremada palidez.
Laura está junto a él.
Sonríe y ella le devuelve la sonrisa. Comienza a hablar mirándola desde el reflejo del espejo, sin volverse.
—Te amo con toda mi alma, Laura, te amo como jamás he sido ni seré capaz de amar a nadie. Te amo más que a mi vida. Cada instante a tu lado ha sido un regalo increíble. A veces, me he despertado en mitad de la noche, me he frotado los ojos y al verte a mi lado he pensado «estoy soñando. Despertaré y entonces esta mujer desaparecerá de mi vida. Se desvanecerá como el recuerdo borroso de un sueño». Y cuando despertaba agitado, allí estabas tú. Con tu sonrisa, con esos ojos color miel, y esos labios maravillosos. Siempre esperándome.
Se gira y se abrazan. Laura siente los latidos desacompasados del corazón de su marido sobre su pecho. Se aprieta contra él todo lo que le permite su enorme barriga. Se abrazan los tres. No sabe porqué pero no quiere soltarse del abrazo de Pedro. Necesita su calor y sus besos.
—Yo también te amo con toda el alma, Pedro.
Se separan.
Se miran durante unos segundos que parecen eternos, Pedro parece estar memorizando cada detalle del rostro de Laura.
—Tengo que irme.
Laura se alarma.
—¿Irte adónde? ¿Ahora? —Un relámpago ilumina la ventana. De repente Laura es consciente de que ha oscurecido y una silenciosa tormenta de verano parece haber comenzado. Aún no retumban los truenos. Tan sólo lejanos fogonazos de luz se cuelan por los huecos que deja la cortina agitada por la brisa.
—He de salir un momento, vuelvo enseguida.
Irracionalmente, Laura no le cree. Sabe que no volverá. Pero se avergüenza de la idea y se muerde los labios que habían comenzado a emitir una débil protesta.
—No tardes.
—No…
Él le da la espalda, sale al recibidor, abre la puerta y sin volverse se va. Un instante después suena el timbre.
—¿Qué se te ha olvidado ahora, despistado?
La sonrisa se le congela en la boca cuando se encuentra frente a dos policías. Serios. Callados. Al comprobar que está embarazada se miran entre sí. Simultáneamente como si hubiesen repetido el gesto una y mil veces, se quitan la gorra con forma de plato y la sujetan con las dos manos. Laura se fija en los gemelos plateados del más alto.
—Señora… ¿Vive aquí Pedro Segura?
Laura no quiere oír más. Quiere cerrar la puerta, seguir arreglando sus plantas, o esperar a Pedro sentada en el sofá, escuchando música clásica.
Pero sigue de pie, aferrada al pomo de la puerta, apretándolo tanto que los nudillos se le vuelven blancos, casi transparentes.
Asiente.
—Ha habido un accidente, señora. En la autopista. Hace una hora, su marido ha muerto.
(c) A. C. Caballero