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Del gris al negro

​

Estoy muerto. 
No me preguntéis cómo lo sé, ni cómo es posible, pero así es. 
Dolorosa y fríamente cierto. 
El último recuerdo que tengo de mi vida es el grito de mi mujer al ver cómo me desplomaba en mitad del restaurante. 
Mis ojos sin vida seguían mirando el techo de escayola pintada, las lámparas de estilo rococó plagadas de  bombillas alargadas de luz tenue y la grieta pendiente de arreglar que parecía un gusano alargado y retorcido. 
Lo que sucedió a continuación es difícil de explicar… porque se supone que yo ya estaba muerto —o casi muerto— pero a pesar de ello podía ver, oír y sentir lo que sucedía a mi alrededor. Carreras. Las voces del resto de comensales apagadas en un susurro curioso. El tintinear de los platos que los camareros llevan de un lado a otro. La sirena de la ambulancia. Más carreras.  
«Se me llevan» pensé —o sentí, porque me resulta difícil creer que un muerto pueda pensar—  cuando noté que me cogían en volandas y me colocaban sin miramientos en una camilla. Una camilla metálica que rueda con estrépito, «necesita ser engrasada»,  me dice socarrona lo que queda de mi conciencia o lo que quiera que sea que me permite seguir sintiendo, aunque, en serio, sé que estoy bien muerto. 
La ambulancia vuela y el sonido de la sirena se funde con el pitido plano de mis constantes vitales. 
—Está muerto. No puedo recuperarle. 
«Os lo dije. Estoy muerto». 
Inmediatamente reflexiono de manera serena sobre lo que ha sido mi vida, creo que empujado por la necesidad de justificar mi existencia, impelido por la inmediatez del final.  
He tenido mujer, hijos, familia, trabajo. Cierto éxito laboral. Acomodo social, sin lujos, pero sin privaciones.  
«¿Realmente esa lista previsible y anodina ha sido mi vida?» 
«¿Me recordarán por ser un gris oficinista o un vecino discreto, sin gracia?» 
«¿Qué dirá mi familia sobre mí?» 
Fue un buen padre. 
Un padre correcto. 
Un marido aceptable. 
Un amante discreto. 
La falta de sustancia parece ser el denominador común que ha regido mi vida y es absolutamente desgarrador. 
El Gris es el color que ha definido mi paso por el mundo. 
«Era» el color que lo «definía», en pasado, recuerda, has muerto y jamás tendrás la oportunidad de cambiar de color. 
Es inevitable que la tristeza me embargue en este estado extraño de muerte reciente. 
Tristeza por lo que pude ser y no fui. 
Por lo que pude hacer y no hice. 
Por lo que pude decir y no dije. 
Por esos «te quiero» implícitos, pero no pronunciados, por esos besos supuestos pero no dados… por esos abrazos perdidos, ese tiempo junto a ella desperdiciado. 
La imagen que me azota, que me acompaña en este transito extraño hacia el vacío, es la de un gigantesco reloj de arena donde los granos han caído ante mi más absoluto desprecio por aprovechar la vida. 
Dios… cómo lamento no haber exprimido cada minuto de mi vida. 
Ahora estoy en un ataúd. 
No sé cómo he llegado aquí desde la ambulancia. Definitivamente los saltos temporales me aturden.  
«La muerte me aturde». 
Oigo a mi alrededor movimientos y trajín de objetos metálicos y de cristal. Huelo a vela encendida y el olor de la cera me agrada. 
De repente el rostro serio de un hombre se asoma al ataúd y me sobresalta. ¿Los muertos pueden dar respingos? No, claro que no. Así que permanezco inmóvil, mudo y supuestamente ciego y sordo. El hombre es atractivo, cincuenta años, pelo oscuro engominado, frente despejada y mirada profunda de ojos negros. Acerca una brocha a mi cara y aplica con ella algún tipo de sustancia a mi rostro. Puedo ver el reflejo de mi cara cenicienta en sus pupilas brillantes. Durante un buen rato, el hombre me maquilla, me peina y transforma mi imagen cadavérica de piel cerúlea en un rostro aparentemente vivo y lozano. 
Estoy seguro de que ha hecho un buen trabajo. Si pudiera levantarme le felicitaría estrechándole la mano. 
El hombre empieza a canturrear una melodía que me es familiar pero que no logro identificar. 
Desearía estar vivo solo para preguntarle de qué canción se trata. 
La curiosidad me devora. 
«Es extraño cómo funciona la mente de un muerto», pienso-siento-imagino irónicamente. 
El empleado de la funeraria da por terminado el trabajo y se ajusta el nudo de su corbata negra, a juego con su chaqueta negra y sus ojos negros. 
«He pasado del Gris al Negro». 
El hombre desaparece de mi campo de visión Sin embargo me pregunto si podría ver lo que sucede más allá de mi campo de visión que debería ser inexistente, puesto que estoy muerto. 
Parece que sí, pues repentinamente es como si me hubiera convertido en un dron que sobrevuela la habitación, viéndolo todo. 
El hombre habla con mi mujer —mi viuda— y posa su mano sobre su hombro afectuosamente.  
«Demasiado afectuosamente». 
¿También puedo sentir celos estando muerto? 
Me preocupa ser capaz de sentir demasiadas cosas estando muerto. 

Repentinamente una idea cruza mi mente-alma-cerebro-ser. 
¿Puedo comunicarme con mi mujer? ¿Puedo despedirme de ella, decirle que la amo, que siento no haber sabido hacerlo mejor y que la amaré más allá de la vida, que añoraré dolorosamente su calor, su olor y su risa? 
Esa idea se convierte en una obsesión, en un propósito, que será el colofón para que pueda descansar en paz. 
Desde mi posición —de dron vigilante en la habitación— trato de acercarme a ella. La sensación es como la de una cámara de cine que se acerca haciendo un travelling post mortem, la idea me hace sonreír, o al menos tengo la sensación de sonreír, aunque sé que el cuerpo del ataúd, o sea yo, está inmóvil como una estatua de mármol.  
Ahora estoy junto a ella, tan cerca que puedo oler su perfume y casi acariciarla, trato de hacerlo y se estremece. 
«¡Puede sentirme!» 
Intento hablar y oigo mi propia voz, dentro de mi cabeza. 
«Hola, vida mía… ¿Me oyes?» 
Ella se lleva la mano a la cara y se coge el puente de la nariz con los dedos índice y pulgar, suspirando levemente. Gruesas y silenciosas lágrimas resbalan por sus mejillas. 
Continuó pensando-hablando-sintiendo: 
«Te amo, te amo más de lo que jamás hubiera soñado poder amar a nadie y lo único que lamento de haberme muerto es no poder estar contigo para amarte mejor…» 
Ella pronuncia mi nombre con voz queda, interrogando a la soledad —el empleado de la funeraria se ha marchado hace un rato—. 

«Sólo quería que supieras, antes de que me vaya definitivamente, que he sido muy feliz a tu lado y que eres la nota de color que ha iluminado mi existencia gris.» 
«Yo también te quiero y siempre te querré» responde ella sin mover los labios. 
Y esa respuesta silenciosa es la señal. 
Ya puedo morir del todo. 
Ya sé que debo partir, ¿hacia dónde? Lo ignoro, pero no tengo miedo a la incertidumbre, no tengo miedo a la muerte, pues sé que mi amada siempre estará junto a mí por toda la Eternidad.  

​

(c) A. C. Caballero

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